sábado, 19 de marzo de 2011

BIOGRAFÍA EN CINCO AGUAS

Hasta los veintiún años viví a diez minutos andando del Océano Pacífico. El mar de Lima es tan frío y gris como el Mar del Norte o el Báltico a pesar de estar doce grados al sur del Ecuador. Una caprichosa corriente marina nos trae el agua fresquecita desde la Antártida. En la misma latitud, pero sobre el Atlántico, está Salvador de Bahía, donde el mar y el clima son realmente tropicales. Lo que a Lima le falta en calidad playera gracias a esa congeladora líquida de apellido alemán, le sobra en exquisitos pescados, mariscos y temperaturas primaverales. Mis primeros recuerdos en esa playa de piedras redondas y ridículo nombre hawaiano están ligados a la tía Lila y las fresas con leche condensada que nos llevaba en un práctico tupperware. Sentados en esas mismas piedras, mi hermano mayor respondíó alturadísimamente a una inquietud que me tenía muy preocupado a la tierna edad de siete años: ¿por qué se le pone a uno a veces la cosa dura? Los revolcones que me dieron las olas entrando y saliendo de él me enseñaron a tenerle mucho respeto al mar, cosa que me ha sido muy útil en mis posteriores encuentros con el Atlántico, Mediterráneo e Ìndico. Pero en ningún otro mar del mundo se puede jugar tan rico a la "licuadora" como en la miraflorina playa Waikiki, tratando de esquivar el remolino que se forma entre la ola que va y la que regresa. Que quede claro: si Magallanes lo hubiera conocido en la Costa Verde de Lima, de ningún modo lo habría bautizado Pacífico.
En 1988 cambié ese mar frío y gris por un río frío pero cristalino que baja de la Selva Negra y desemboca en un canal que lleva al Rin. Con su anchura de quince metros y apenas veinte a cincuenta centímetros de profundidad, el Dreisam no se presta para proezas natatorias, a lo sumo para refrescarse los pies una tarde calurosa de verano. Para nadar, mucho más agradable es la laguna Flückiger, situada en lo que fue la exhibición floral de Friburgo, muy cerca del centro. Algo tendrían esas aguas pues mi plan era pasar modestos cinco meses en sus orillas y al final se convirtieron en quince años. El primer primero de mayo que pasé allí, circundando la laguna en bicicleta, no podía creer que hubiera tanta gente tomando sol en pelotas. Pero obediente al dicho a donde fueres haz lo que vieres, hice lo que vi. Recuerdo especialmente tres atardeceres en esas orillas: uno, en el verano del 90, cuando conversando con Beatrix llegamos a la conclusión de que los revolcones horizontales eran un asunto húmedo y resbaladizo bastante sobrevalorado y enrollante, que no íbamos a perder nuestro tiempo con eso. Tres meses después cambiamos de opinión. El segundo atardecer, en junio del 91, cuando me sonrió un rubicundo muchacho inquieto con el que luego fui a tomar una tímida cerveza en el chiringuito de la laguna. Y el último, en el verano del 97, libando vino tinto y comiendo brezeln con Marcelo y Verena que estaban a punto de sellar una estratégica unión que nunca llegó a ser.
Pensando inocentemente que la mudanza a Basilea era mi primer paso de retorno hacia el sur, aunque fueran tan solo 72 km, cambié esa laguna por un torrentoso río en 2003. Qué maravilla salir del trabajo corriendo – es decir en bicicleta – y enrumbar al malecón del Rin para un delicioso chapuzón en el río. Sobre todo cuando nos tocó el verano del siglo. Pero los otros también, porque por ese bördli circulaban no solo las refrescantes aguas azules del Rin sino todo un zoológico de bichos raros desde jubilados calenturientos, nadadores inveterados, parejitas exhibicionistas, fumones empedernidos hasta aventureros casuales en busca de un cuarto de hora de calor humano. Allí entablé amistad vitalicia con Giacomo y Monsieur Rémy y otras menos duraderas con veraneantes magrebíes, de Tailandia, Sri Lanka, Italia y lugares menos exóticos como Alsacia, Suiza y Alemania. Allí conocí al loco Claudio, un fetichista de string tangas que pasa casi todos los inviernos nórdicos luciendo su colección en bellas playas caribeñas. Al padre Fernando, tenaz cazador de aventuras amorosas en el poco tiempo libre que le deja su vida parroquial. Incluso fuera de la temporada de baños, pasear por el malecón del Rin sigue siendo una de mis actividades favoritas cada vez que regreso a Basilea.
Trescientos kilómetros Rin abajo, el río recibe por su derecha las aguas de su segundo afluente más importante: el Meno o Main, como se le llama en alemán. Tantas esclusas tiene este río en su curso que el último tramo es una masa de agua marrón inmóvil, sin vida. No sirve como el Rin para baños deliciosos. Cuando me mudé del Rin al Meno a fines del 2004, había cerca de la ciudad de Frankfurt una laguna en medio del bosque con características similares al bördli. Pero como a los propietarios del terreno no les gustaba el éxito ni el público de la playa, fueron rellenando la laguna poco a poco con tierra y piedras hasta no quedar sino un estanque para patos y uno que otro cisne. En estos siete años todavía no he encontrado nada que se compare con el Flückiger ni mucho menos con el Rin. Hay lagunas con playas municipales pero, como esta región está muy densamente poblada, cuando la calor aprieta el gentío dentro y fuera del agua hace que la experiencia sea todo menos memorable. No queda sino coger el tren a Basilea o un avión que me lleve de vuelta al mar aunque sea tan solo por unos días o semanas.
Después de haber pasado cuatro meses viajando por el archipiélago, ya siento mías también las atlánticas aguas de Cabo Verde. Me encantan Tarrafal de Santiago y Santa María de Sal. Tarrafal es una bahía pequeñita, podría parecer una cala de Mallorca si no fuera por la tez morena de sus pescadores. Queda felizmente al otro extremo de la capital y en días de semana no se tiene que compartir la playa con más de veinte personas. El pueblo es tranquilo. No pasa nada. Santa María es totalmente distinta. Es el resort número uno y el de más trayectoria de Cabo Verde. Lo descubrieron las tripulaciones de la South African que tenían que hacer una pausa en sus vuelos intercontinentales cuando por el apartheid les estaba vetado el espacio aéreo africano. Luego se corrió la voz, llegaron los rusos de Aeroflot que hasta se construyeron un hotel exclusivamente para sus tripulantes, los italianos, alemanes, ingleses, franceses y españoles. La playa de Santa María son once kilómetros de una deliciosa arena blanca-dorada donde hay tanto espacio que es imposible llegar a tener ni remotamente la sensación Rimini. Puedes caminar kilómetros de kilómetros mojándote los pies en el verde del mar. Pero también son mías la playa de Lajinha que llamo cariñosamente la Copacabana de Mindelo, Salina con sus curiosas formaciones rocosas en Fogo y las piscinas naturales de Faja de Agua en Brava y Juncalinho en Sao Nicolau.

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